El eco de Caín y la sombra de Abel

Cuando éramos niños, la vida parecía un juego de roles inmutable: los grandes cuidaban a los pequeños, los sabios guiaban a los inexpertos. Sin embargo, con el tiempo, la realidad nos demuestra que esos roles son tan frágiles como una promesa al viento. Como el eco de la pregunta de Caín en las Escrituras, «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?», la interrogante resuena en lo más profundo de nuestra conciencia, recordándonos que la responsabilidad de proteger y educar a los que vienen detrás es una carga tan pesada como un privilegio sagrado. Es una labor que nos interpela, nos exige la rendición de nuestra individualidad en pos del bien común. Se trata de despojarnos de la soberbia que, como la serpiente de la tentación, nos susurra que nuestra vida nos pertenece por completo. Es comprender que, de alguna manera, somos los custodios de una herencia que se transmite de generación en generación: la herencia del amor, la sabiduría y la empatía.

Esta responsabilidad no se limita a las relaciones familiares; se extiende a cada ámbito de nuestra existencia. El filósofo Emmanuel Levinas nos recordaba que el rostro del otro es la primera epifanía de la ética, un llamado a la responsabilidad infinita. En el rostro de nuestros hermanos menores, de aquellos a quienes debemos cuidar y guiar, encontramos la manifestación más pura de esa interpelación. Se trata de reconocer nuestra fragilidad y la de ellos, y asumir que, como el maestro de Nazaret, nuestra tarea es servir y no ser servidos. Es entender, como el poeta Khalil Gibran en ‘El Profeta’, que los hijos son flechas vivas que un arquero, que somos nosotros, lanza hacia el futuro. Nuestra mano es la que sostiene el arco, la que tensa la cuerda y la que, con amor y paciencia, les da la fuerza para volar. No se trata de controlar su trayectoria, sino de darles las herramientas para que puedan construir su propio camino, para que puedan encontrar su propia voz en el gran coro de la humanidad.

Al final del camino, cuando miramos hacia atrás, nuestra vida no se mide por lo que hemos logrado para nosotros mismos, sino por lo que hemos hecho por los demás. La verdadera grandeza no reside en el éxito personal, sino en la capacidad de ser un faro en la oscuridad para aquellos que aún no han encontrado su rumbo. Es en ese momento que entendemos que la pregunta de Caín tiene una respuesta, una respuesta que va más allá de la mera negación. La respuesta es un ‘sí’ rotundo, un sí que se construye cada día con pequeños gestos de amor, de cuidado, de enseñanza. Es un sí que nos redime de la soledad y nos conecta con el hilo dorado que une a toda la humanidad. Porque al cuidar a nuestros hermanos, en realidad, nos cuidamos a nosotros mismos, nos salvamos del abismo de la indiferencia y nos convertimos en verdaderos guardianes de la herencia más valiosa que existe: la esperanza.


Referencias bibliográficas

  • Gibran, K. (2001). El profeta. Alianza Editorial.
  • Levinas, E. (2002). Totalidad e infinito. Ediciones Sígueme.
  • Biblia de Jerusalén. (2019). Desclée de Brouwer.

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