Esperar el perdón
No hay reloj para el alma herida, pero sí esperanza para quien ama con verdad.
Cometiste un error, quizás el más doloroso que puede vivirse en el amor: traicionaste la confianza de quien te amó con entrega. Ahora esperas, tal vez con culpa y miedo, que esa persona decida si queda algo por reconstruir. Y en esa espera se revela una de las virtudes más difíciles: la paciencia. No la paciencia pasiva del que aguarda un milagro externo, sino la activa, que reforma por dentro, que acepta las consecuencias y se ofrece sin exigir. Esperar con paciencia el perdón no es solo quedarte quieto, es purificar tu amor, aprender a ver al otro no como quien debe algo, sino como quien tiene el derecho de decidir si aún cree en ti. En esa espera no hay garantías, solo fe.
San Agustín decía que “la paciencia es compañera de la sabiduría” (Confesiones, X). Y es sabio aquel que comprende que el dolor que causó no se borra con palabras, ni siquiera con buenas intenciones. Hay que resistir el impulso de justificarse o acelerar los tiempos. Kierkegaard, en sus “Diarios”, anota que el verdadero arrepentimiento no busca ser comprendido, sino transformarse. Y así te toca a ti: trabajar en silencio tu propia redención, con actos más que promesas, con coherencia más que explicaciones. En esta travesía interna, la poesía de Rilke resuena: “Ama la transformación, toda transformación” (Cartas a un joven poeta, 1929). Porque la paciencia que se cultiva en la espera puede volverte digno del amor que anhelas, aunque no lo asegure.
Al final, esperas no solo que te perdonen, sino poder ser alguien distinto si el perdón llega. No puedes manipular la herida del otro, pero sí puedes cuidar la tuya sin esconderla, como una llaga que enseña. Tal vez quien amaste vuelva, tal vez no. Pero si tu paciencia fue verdadera, si tu transformación fue honesta, habrás crecido. El amor, cuando es verdadero, nunca se desperdicia, ni siquiera cuando falla. Porque aunque el perdón tarde o no llegue, tú puedes convertir la culpa en una escuela del alma. Y entonces, sí, podrías volver a amar, incluso al mismo ser, pero desde otro lugar. Más humilde. Más humano. Más paciente.


