«El hombre es grande en la medida en que sueña», decía Antoine de Saint-Exupéry. Pero, ¿qué pasa cuando la vida nos golpea y los sueños parecen una quimera inalcanzable?
Desde niño, me fascinaba imaginar futuros alternativos, mundos en los que cada deseo tenía su cauce natural. Crecer, sin embargo, me enseñó que soñar no es solo fantasear, sino un acto de valentía. En un mundo donde el pragmatismo y el escepticismo dominan, soñar se vuelve un desafío. ¿Es posible mantener viva la llama sin caer en la ilusión?
Ralph Waldo Emerson afirmaba que «los hombres son lo que sus pensamientos hacen de ellos», lo que me hace pensar que soñar no es una evasión, sino una forma de dar forma a la existencia. Victor Frankl, en su experiencia en los campos de concentración, descubrió que aquellos que tenían un propósito, un sueño por el cual luchar, tenían más probabilidades de sobrevivir (Frankl, 1946). Así, los sueños no son solo deseos caprichosos; son brújulas que orientan el alma en medio del caos.
Pero los sueños no bastan. Como decía San Agustín, «reza como si todo dependiera de Dios y trabaja como si todo dependiera de ti». La acción convierte el anhelo en destino. Walt Disney, quien soñó con mundos mágicos, no se quedó en la fantasía: construyó, fracasó y persistió. Los sueños requieren sacrificio, disciplina y, sobre todo, fe.
Entonces, ¿vale la pena soñar? Sí, porque soñar es creer que hay algo más allá del presente. Pero más aún, porque soñar nos empuja a ser mejores, a levantarnos después de cada caída, a seguir buscando aunque la realidad nos desafíe. Y en ese equilibrio entre la ilusión y la acción, encontramos el verdadero arte de vivir.
Referencias
Frankl, V. E. (1946). El hombre en busca de sentido. Herder.
Emerson, R. W. (1841). Self-Reliance. James Munroe and Company.


