Cuidarse a uno mismo para poder cuidar a los demás no es un acto de egoísmo, sino de responsabilidad. Durante mucho tiempo, creí que el amor consistía en entregarse sin reservas, en dar hasta el agotamiento, en sacrificarme por los demás sin pensar en mis propias necesidades. Pero con el tiempo, y con las lecciones de la vida, comprendí que el verdadero amor nace del equilibrio entre el dar y el recibir.
Jesucristo mismo nos dejó el mandamiento de amar al prójimo como a uno mismo (Marcos 12:31). La clave de este precepto radica en que el amor hacia los demás no puede existir sin un amor sano hacia nosotros mismos. Si descuidamos nuestra alma, nuestro cuerpo y nuestra mente, pronto nos encontraremos vacíos, incapaces de dar amor genuino. Santa Teresa de Ávila hablaba de la importancia del recogimiento interior para mantener la fortaleza espiritual, enfatizando que solo desde una relación profunda con Dios podemos irradiar amor a los demás (Santa Teresa, 1577/1999).
El Aristóteles, en su «Ética a Nicómaco», sostiene que la felicidad (eudaimonía) es el resultado de vivir una vida virtuosa y equilibrada. Para él, la templanza es una virtud clave: no entregarnos en exceso ni descuidarnos por completo, sino encontrar el punto medio que nos permita florecer. Si no nos cuidamos, si no cultivamos nuestras propias virtudes, no podremos ser modelos de bienestar para quienes nos rodean.
Esta idea también la encontramos en la literatura. Victor Hugo, en «Los Miserables», nos presenta a Jean Valjean, quien solo después de haber recibido compasión y haber aprendido a perdonarse a sí mismo, pudo transformar su vida y ayudar a los demás. No podemos ofrecer aquello que no tenemos. La caridad, el servicio y la entrega deben nacer de un ser íntegro, no de una fuente agotada.
Simone de Beauvoir, desde el existencialismo, nos recuerda que el ser humano no es un ente aislado, sino que su existencia se define en relación con los otros (Beauvoir, 1949). Sin embargo, esta relación debe ser simétrica, no de explotación ni de sacrificio extremo. Si nos dejamos consumir por el deber de cuidar a otros sin atender nuestras propias necesidades, terminamos por deshumanizarnos y convertirnos en sombras de lo que podríamos ser.
Cuidarse a uno mismo implica descanso, autoconocimiento y, sobre todo, la humildad de reconocer nuestras propias limitaciones. Incluso figuras como Leonardo da Vinci entendieron que el bienestar personal es un acto de sabiduría: “La simplicidad es la máxima sofisticación”, decía, refiriéndose a la armonía entre la vida interior y el actuar en el mundo.
En la espiritualidad cristiana, el cuidado de sí mismo no significa vivir para uno mismo, sino prepararse para ser un mejor instrumento de amor. San Francisco de Asís vivía en la austeridad, pero no en el descuido; su vida de oración y contemplación le permitía ser luz para los demás.
Hoy comprendo que cuidar de mi cuerpo, de mi mente y de mi espíritu no es una indulgencia, sino una necesidad para poder seguir dando lo mejor de mí. Amar es un acto de entrega, pero una entrega consciente, en la que no nos perdemos, sino que nos encontramos para luego dar con plenitud. En ese equilibrio, en esa danza entre el dar y el recibir, encontramos la verdadera esencia del amor.
Referencias:
- Aristóteles. (1998). Ética a Nicómaco. Gredos.
- Beauvoir, S. (1949). El segundo sexo. Gallimard.
- Hugo, V. (1862). Los miserables.
- La Biblia, Marcos 12:31.
- Santa Teresa de Ávila. (1999). El castillo interior. Ediciones Paulinas.


