El Amor como Cicatriz y Promesa

«Amar es ser vulnerable. Ama cualquier cosa y tu corazón se retorcerá y posiblemente se romperá. Si quieres asegurarte de mantenerlo intacto, no debes dárselo a nadie, ni siquiera a un animal», escribió C. S. Lewis en Los cuatro amores. Esta advertencia resuena con una claridad dolorosa al contemplar De padres e hijas (2015), la cinta de Gabriele Muccino. La película nos aleja de la idealización edulcorada de la paternidad para arrojarnos a su vertiente más cruda: la del padre falible, enfermo y desesperado. Jake Davis, el protagonista, no es el arquetipo de la fortaleza estoica, sino un hombre que se desmorona física y mentalmente; sin embargo, en esa fragilidad reside la lección más potente sobre qué significa ser un «buen» padre hoy en día. No se trata de la invulnerabilidad, sino de la permanencia obstinada del afecto en medio del caos.

Al observar la lucha de Jake por criar a Katie mientras combate sus propias convulsiones y demonios, es imposible no evocar la figura del «sanador herido» del teólogo Henri Nouwen. La paternidad, en este sentido, deja de ser un ejercicio de autoridad vertical para convertirse en un acto de kénosis, un vaciamiento propio para acoger al otro. Jake escribe su novela no por vanidad, sino como un testamento, un legado de palabras que servirá de refugio cuando su presencia física falle. Aquí, el arte y la vida se entrelazan: ser padre es similar al oficio del escritor que, como sugería Rilke, debe trabajar desde la necesidad interior. La película nos muestra que el trauma puede viajar a través de las generaciones —la Katie adulta es incapaz de amar por miedo al abandono—, pero también nos enseña que el amor incondicional, aquel que refleja la misericordia del padre en la parábola del Hijo Pródigo, es la única fuerza capaz de romper ese ciclo de dolor.

Ser un buen padre, entonces, no es evitar que nuestros hijos sufran, una pretensión tan imposible como arrogante, sino dotarles de las herramientas emocionales para transitar ese sufrimiento. La excelencia paterna no se mide por el éxito social de la descendencia, sino por la calidad de la intimidad construida y la valentía de mostrarse humano, con grietas y todo. Al final, la película nos deja frente a un espejo incómodo pero necesario: ¿estamos amando desde la seguridad de nuestras defensas o estamos dispuestos a correr el riesgo de ser olvidados, con tal de que nuestros hijos aprendan a recordar? Quizás la verdadera paternidad sea simplemente eso: la promesa de permanecer, de alguna forma, incluso cuando ya nos hayamos ido.

DE PADRES A HIJAS

Título original: Fathers and Daughters
Año: 2015Duración: 116 min.País:  USADirector: Gabriele MuccinoGuión: Brad DeschMúsica: Paolo Buonvino, James HornerFotografía: Shane HurlbutInterpretes principales: Russell Crowe, Amanda Seyfried, Aaron Paul, Jane Fonda.


Referencias

Lewis, C. S. (1960). The four loves. Geoffrey Bles.

Muccino, G. (Director). (2015). Fathers and daughters [Película]. Voltage Pictures; Andrea Leone Films.

Nouwen, H. J. M. (1972). The wounded healer: Ministry in contemporary society. Doubleday.

Rilke, R. M. (1929). Cartas a un joven poeta. Insel Verlag.

El arte de amar en la penumbra

«El amor consiste en esto: que dos soledades se protejan, se toquen y se saluden», escribió Rainer Maria Rilke en Cartas a un joven poeta. Esta sentencia se ha convertido en mi brújula al navegar la ardua geografía de amar a alguien sumergido en la depresión, pues a menudo, el impulso primario es intentar rescatar, forzar la luz y sacar al ser amado del pozo con cuerdas de lógica o un optimismo impostado. Sin embargo, he aprendido que la depresión no es un problema técnico que se resuelva desde la omnipotencia, sino un paisaje desolado que debe ser atravesado; el contexto de la relación cambia drásticamente, dejando de ser una conquista compartida de la felicidad para convertirse en una guardia silenciosa, donde el mayor desafío es tolerar el dolor del otro sin desmoronarnos nosotros mismos ni caer en la desesperación de la impotencia.

En este proceso de acompañamiento, encuentro una profunda resonancia en el concepto de la «Noche oscura» de San Juan de la Cruz; aunque su enfoque era místico, el paralelo psicológico es innegable al describir un vaciamiento de los sentidos y las certezas donde el alma queda a la intemperie. Acompañar este estado requiere lo que la filósofa Simone Weil definió como «atención», esa capacidad rara y difícil de suspender el propio ego para mirar verdaderamente al que sufre sin juzgarlo. No se trata de ofrecer consejos vacíos, sino de ejercer una presencia compasiva, entendiendo la compasión en su etimología latina cum passio, «sufrir con». Como sugirió C.S. Lewis en Una pena en observación, el dolor aísla, pero el amor construye un puente no para huir de la isla de la tristeza, sino para asegurar que, en esa oscuridad, el otro no esté deshabitado; es un ejercicio de fe y resistencia donde se sostiene la esperanza que el deprimido ha perdido temporalmente.

Finalmente, concluyo que acompañar a un amor en la depresión es un acto de humildad radical que nos despoja del rol de salvadores para vestirnos de testigos. He comprendido que mi tarea no es ser el sol que disipa la niebla al instante, sino el faro que permanece encendido, inamovible, recordando que la costa sigue ahí. Amar en esta circunstancia es validar el sufrimiento ajeno, sentarse junto a ellos sobre los escombros de su ánimo y susurrar —más con actos que con palabras— que siguen siendo dignos de amor incluso cuando no pueden ser productivos ni alegres. Es, en esencia, un amor que no exige una sonrisa como tributo, sino que ofrece la mano abierta como refugio, esperando pacientemente el inevitable, aunque lento, retorno de la primavera.


Referencias bibliográficas

Lewis, C. S. (1994). Una pena en observación. Anagrama.

Rilke, R. M. (2002). Cartas a un joven poeta. Alianza Editorial.

San Juan de la Cruz. (2004). Noche oscura. Cátedra.

Weil, S. (2009). A la espera de Dios. Trotta.

La asimetría del corazón: Amar ante el silencio

«Amar es ser vulnerable», sentenció C.S. Lewis en su obra Los cuatro amores, una frase que funciona como el umbral perfecto para adentrarnos en uno de los dolores más silenciosos y comunes de la experiencia humana: el afecto que no encuentra eco. Cuando ofrecemos nuestro corazón a seres queridos —ya sean padres, hijos, parejas o amigos— y recibimos a cambio indiferencia, frialdad o un amor que no habla nuestro idioma, la primera reacción suele ser la confusión y el repliegue. Vivimos en una cultura transaccional que nos ha enseñado, erróneamente, que el amor es una ecuación matemática donde a tal cantidad de entrega debe corresponder idéntica cantidad de retorno. Sin embargo, procesar el cariño no correspondido requiere desaprender esta lógica mercantil y aceptar una realidad cruda pero liberadora: la profundidad de mi amor no obliga al otro a corresponderme, y su incapacidad para hacerlo no disminuye el valor de mi entrega.

Para responder a esta disonancia emocional sin caer en el resentimiento, es vital acudir a la distinción que hace Erich Fromm en El arte de amar. El filósofo y psicoanalista nos recuerda que el amor no es un objeto que se intercambia, sino una facultad que se ejerce; es un arte que requiere disciplina y que vale por sí mismo, independientemente del receptor. Si mi bienestar depende de la respuesta del otro, no soy libre, soy un esclavo de la validación ajena. Desde una perspectiva espiritual, San Juan de la Cruz nos invita a elevar la mirada hacia un amor purificado, sugiriendo que «donde no hay amor, pon amor y sacarás amor». Esto no significa forzar al otro a cambiar, sino cambiar nosotros la calidad de nuestra ofrenda: pasar del Eros que desea poseer, al Ágape cristiano que se dona gratuitamente. Responder al vacío con más exigencia solo amplía la herida; la respuesta terapéutica y madura es aceptar los límites emocionales del otro como parte de su historia, no como un ataque a nuestra valía.

En conclusión, he aprendido que la mejor forma de procesar el cariño no correspondido es transformar la expectativa en aceptación. Como sugería Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido, cuando ya no podemos cambiar una situación, tenemos el desafío de cambiarnos a nosotros mismos. Mi respuesta ante el silencio de un ser querido ya no es el reclamo, sino la compasión serena. Decido seguir amando, no porque espere que el otro despierte, sino porque amar define quién soy yo. El amor que damos y no vuelve no se pierde en el vacío; se sedimenta en nuestro carácter, ensanchando nuestra alma y haciéndonos capaces de una vida interior más robusta, autónoma y, paradójicamente, más feliz.


Referencias bibliográficas

  • Frankl, V. E. (2015). El hombre en busca de sentido. Herder Editorial.
  • Fromm, E. (2007). El arte de amar. Paidós.
  • Lewis, C. S. (2008). Los cuatro amores. Rialp.
  • San Juan de la Cruz. (2009). Obras completas. Biblioteca de Autores Cristianos.

El Doloroso arte de la distancia: Cuando el Amor cede a la Madurez

«No es más fuerte quien resiste el dolor, sino quien tiene el coraje de marcharse para dejar de sufrirlo.» – Albert Camus, El Verano.

En el intrincado laberinto de las relaciones humanas, pocas decisiones exigen tanta valentía como la de tomar distancia de alguien a quien amamos profundamente, no por falta de afecto, sino por la imperiosa necesidad de madurez, propia o ajena, o por la certeza ineludible de un amor que se ha agotado. Este proceso, que se siente como la amputación de una parte de uno mismo, nos enfrenta a la verdad incómoda: el amor, por intenso que sea, no siempre es suficiente para sostener una vida en común o para garantizar nuestro bienestar emocional. El contexto de esta reflexión surge de observar cómo, ante la inmadurez persistente del otro —que se manifiesta en la evitación de la responsabilidad, la incapacidad para el compromiso real o la reincidencia en patrones destructivos— o ante la fría evidencia de un desamor no reconocido, la inercia de permanecer se convierte en un acto de auto-traición. La vida nos enseña que algunas lecciones solo se aprenden a través de la pérdida, y es en ese umbral donde debemos discernir si la lealtad debe ser hacia el otro o, finalmente, hacia nuestra propia integridad.

La filosofía y la espiritualidad ofrecen anclajes para navegar esta tormenta. Epicteto, el filósofo estoico, nos recordaría que hay cosas que dependen de nosotros y cosas que no. La madurez y los sentimientos del otro caen fuera de nuestro círculo de influencia. La única libertad que nos queda es la de elegir nuestra respuesta y preservar nuestra paz interior (Epicteto, 1991). Cuando la inmadurez crónica del ser amado nos arrastra a un ciclo interminable de conflicto y decepción, la distancia se revela no como un castigo, sino como el primer acto de una madurez largamente postergada: la propia. Es un paso que resuena con el principio cristiano del amor al prójimo, pero entendido desde la caridad más profunda: a veces, el mayor acto de amor hacia el otro —y hacia uno mismo— es retirarse para permitir que ambos enfrenten sus respectivas realidades sin la constante co-dependencia o el resentimiento. El poeta chileno Pablo Neruda (1924) capturó la esencia del desapego necesario al escribir que «es tan corto el amor y es tan largo el olvido», sugiriendo la dificultad, pero también la inevitabilidad, de dejar ir. Si el otro ya no nos quiere, o su inmadurez nos impide ser felices, aferrarse es una ilusión que niega la belleza del propio destino.

La conclusión de este doloroso proceso de discernimiento es que la distancia, lejos de ser un fracaso, es a menudo la afirmación de nuestra dignidad. El escritor y pensador francés Antoine de Saint-Exupéry (1943) nos legó una de las más bellas definiciones del amor: «Amar no es mirarse el uno al otro; es mirar juntos en la misma dirección». Cuando las direcciones se han bifurcado irremediablemente —ya sea porque la inmadurez nos estanca o porque el amor se ha desvanecido para uno de los dos—, el acto más sabio y amoroso es tomar caminos separados. Esto no anula el amor que fue, sino que lo honra al negarse a transformarlo en un vínculo tóxico. Es el momento de escuchar la voz de la propia alma, esa chispa divina que, según la tradición mística, siempre nos guía hacia la plenitud. El reto no es dejar de amar, sino resignificar el amor para que ya no dependa de la presencia física o de la correspondencia del otro, sino de la paz que encontramos en nosotros mismos. La distancia es, en última instancia, el espacio sagrado donde sanamos las heridas y nos preparamos para el amor que merecemos, uno que sea maduro, recíproco y que mire con nosotros hacia el mismo horizonte.


Referencias bibliográficas:

Camus, A. (1998). El Verano. Alianza Editorial.

Epicteto. (1991). Manual de Epicteto. (Traducción de P. Ortiz García). Editorial Gredos.

Neruda, P. (1924). Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Editorial Nascimento.

Saint-Exupéry, A. de. (1943). El principito. Reynal & Hitchcock.

El eterno retorno a uno mismo: la alquimia de la desesperación

“Amarnos a nosotros mismos es el comienzo de un romance para toda la vida” (Wilde, O., Una mujer sin importancia , 1893).

Esta sentencia, más que un mero ideal estético, es una brújula en medio de la tempestad de la desesperanza. Atravesar una espiral descendente en la vida es la experiencia de sentir cómo el ancla de la propia identidad se suelta, llevándonos a la deriva por corrientes de autocrítica y agotamiento. Es el momento en que la visión de nuestro valor se nubla, y cada paso parece confirmar la certeza de un fracaso inminente. El contexto es claro: el mundo moderno, con su ritmo incesante y su culto al éxito visible, transforma el tropiezo en condena, dificultando la pausa necesaria para el rearme interior. En este abismo, la pregunta que resuena es: ¿cómo se interrumpe la caída y se reconstruye la fe en uno mismo? La respuesta no es una fórmula mágica, sino un acto profundo de voluntad y reorientación, una vuelta a las bases esenciales de la existencia.

El primer silencio de la espiral comienza con la aceptación, pero no con la resignación. Friedrich Nietzsche, con su concepto del eterno retorno , nos ofrece una perspectiva radical: ¿qué haríamos si esta vida, con todas sus caídas, debería ser vivida una y otra vez, infinitamente? La respuesta, según el filósofo, debería ser un resonante «¡Sí, la quiero de nuevo!», lo que implica una profunda afirmación del destino y de las propias acciones (Nietzsche, F., Así habló Zaratustra , 1883-1885). Este es el motor para transformar el sufrimiento en crecimiento, una alquimia donde el dolor se convierte en catalizador de fortaleza. No se trata de negar el fracaso, sino de comprenderlo como material de construcción, no como sentencia final. Es aquí donde la resiliencia, ese proceso diacrónico de metamorfosear el golpe recibido en algo soportable y hasta creativo (Cyrulnik, B., 2009), encuentra su razón de ser. La creencia en uno mismo se rehabilita al dejar de huir de la sombra y empezar a integrarla.

La reorientación finaliza con la esperanza, la virtud que, según el pensamiento cristiano, se opone a la desesperación. El Apóstol Pablo, en un momento de extrema prueba, reflexionó sobre el propósito del sufrimiento: «Tuvimos en nosotros mismos sentencia de muerte, para que no confiásemos en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos» (2 Corintios 1:9, RVR1960). Aunque la fuente de confianza se sitúa en lo trascendente, el efecto es profundamente personal: libera el yo de la tiranía de la autosuficiencia y de la perfección irreal, permitiéndole abrazar su fragilidad. El neurólogo y psiquiatra Viktor Frankl, desde su experiencia en los campos de concentración, observó que quienes lograron sobrevivir fueron aquellos que encontraron un sentido, un por qué , más allá de sus circunstancias inmediatas (Frankl, VE, El hombre en busca de sentido , 1946). Volver a creer en mí, entonces, es un acto de coraje que conjuga la autoaceptación nietzscheana con la humildad y la búsqueda de propósito de la tradición espiritual. La respuesta a la espiral no está en negar la caída, sino en plantar la raíz de la esperanza —la convicción de un futuro y un sentido— en la tierra fértil de la propia fragilidad. Es dejar de buscar la perfección para empezar a cultivar la autenticidad, la única versión de uno mismo digno de un amor para toda la vida.


Referencias bibliográficas

  • Frankl, VE (2015). El hombre en busca de sentido . Pastor. (Obra original publicada en 1946).
  • Nietzsche, F. (2007). Así habló Zaratustra . Editorial Alianza. (Obra original publicada entre 1883-1885).
  • Pablo, A. (1960). Segunda Epístola a los Corintios. En Santa Biblia: Versión Reina-Valera 1960 . Sociedades Bíblicas Unidas.
  • Wilde, O. (1893). Una mujer sin importancia . Juan Lane.
  • Cyrulnik, B. (2009). Resiliencia: La infancia nunca se rinde . Gedisa.

La Brújula Rota: Depresión, Propósito y el Viaje de vuelta a Mí

Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo” (Nietzsche, Crepúsculo de los Ídolos).

Esta poderosa frase resuena en mí no solo como psicólogo clínico, sino como un explorador constante de la experiencia humana ante el dolor. La depresión no es simplemente un estado de ánimo bajo; es, con frecuencia, una crisis profunda de sentido. Mis pacientes, al describir ese vacío persistente, esa anhedonia que les roba el color al mundo, me están hablando de un «porqué» fracturado o perdido. El panorama clínico tradicional, basado en la Terapia Cognitivo-Conductual (TCC), nos ofrece herramientas cruciales para desafiar los esquemas de pensamiento negativos («No valgo», «Todo saldrá mal») y reestructurar las cogniciones disfuncionales. Por ejemplo, al aplicar la TCC, ayudamos a la persona a identificar ese triángulo cognitivo de visión negativa sobre sí mismo, el mundo y el futuro, y a sustituirlo por interpretaciones más realistas y adaptativas. Este enfoque es vital y nos da una base sólida para mitigar los síntomas agudos, permitiendo que la persona recupere cierto control sobre sus acciones y emociones. Sin embargo, siento que la TCC, si bien indispensable para el «cómo» de la recuperación, a veces se queda corta al abordar el «para qué» de la existencia, el motor que impulsa la voluntad de vivir más allá de la mera ausencia de síntomas. Es aquí donde la sabiduría de otros pensadores ilumina el camino hacia una sanación más profunda.

La verdadera sanación comienza cuando el paciente, al salir del torbellino del síntoma, se pregunta: «¿Para qué sigo aquí?». Es en esta pregunta donde la Logoterapia de Viktor Frankl entra en escena, ofreciendo una perspectiva complementaria y profundamente humana. Frankl, quien encontró sentido en el horror de los campos de concentración, nos enseñó que la principal fuerza motivacional del ser humano es la voluntad de sentido. Desde esta perspectiva, la depresión no es solo un desequilibrio químico o cognitivo, sino también una «neurosis noógena» o existencial. Mis sesiones a menudo se transforman en una búsqueda arqueológica, donde yo, siguiendo la senda del poeta T.S. Eliot («Hemos de seguir explorando»), insto al paciente a desenterrar los valores y las responsabilidades que aún esperan ser cumplidas. No se trata de inventar un propósito, sino de descubrir el propósito único que la vida le está planteando a cada persona. Este proceso de autodistanciamiento (ver la propia situación desde fuera) y autotrascendencia (dirigirse hacia algo o alguien distinto de uno mismo) es, en esencia, la clave para encender esa llama interior. Pienso en la figura de Job en la espiritualidad cristiana, un hombre despojado de todo, que aun en su miseria y cuestionamiento a Dios, mantuvo una fidelidad inquebrantable a su sentido de la existencia y su relación con lo trascendente. Esta búsqueda de sentido, incluso en el vacío, se convierte en la principal fuerza terapéutica.

Reflexionando sobre mi práctica, he llegado a la conclusión de que el tratamiento más eficaz para la depresión surge de la síntesis de estos dos mundos. La TCC es el bote salvavidas que mantiene al paciente a flote en la tormenta, proporcionando las habilidades conductuales y cognitivas para manejar la desesperación diaria. La Logoterapia es el faro que ilumina el horizonte, recordándole que su vida, incluso en el dolor, posee un valor irremplazable y una tarea pendiente. Mi rol no es solo reducir el sufrimiento, sino acompañar a la persona a reescribir su guion existencial, a encontrar esa «estrella polar» interna que la oriente en la oscuridad. Cuando el paciente se da cuenta de que su valor no reside en la ausencia de síntomas, sino en su capacidad para responder a las exigencias de la vida, esa persona deja de ser una víctima para convertirse en un protagonista activo de su propia existencia. No se trata de superar la depresión para poder vivir, sino de encontrar algo por lo que valga la pena luchar, y que haga que la vida misma sea el mejor tratamiento.


Referencias

American Psychiatric Association. (2022). Diagnostic and statistical manual of mental disorders (5th ed., text rev.).

Frankl, V. E. (2006). Man’s search for meaning. Beacon Press.

Nietzsche, F. (2000). Crepúsculo de los ídolos. Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1889).

Padesky, C. A., & Greenberger, D. (1995). Manual de terapia cognitiva para clínicos. Paidós.

Cuando el amor no muere: el reencuentro en la Vida Eterna

“Porque el amor es más fuerte que la muerte” (Cantar de los Cantares 8,6).

Esta antigua frase bíblica siempre resonó en mí como una promesa que trasciende la razón y el tiempo. Pensar en el reencuentro con un ser querido que ha partido no es solo un consuelo emocional, sino una intuición profunda de que el amor verdadero no se extingue. Cada vez que la ausencia se hace presente, percibo que ese vínculo no se interrumpe, sino que se transforma. Como escribió Antoine de Saint-Exupéry en El Principito, “lo esencial es invisible a los ojos”; y quizá ese “invisible” sea precisamente la forma más pura en que el amor continúa existiendo (Saint-Exupéry, 1943).

Cuando alguien que amamos muere, algo en nosotros también muere, pero algo nuevo también nace. Viktor Frankl, sobreviviente de Auschwitz, afirmaba que “el amor es la meta última y más alta a la que puede aspirar el ser humano” (El hombre en busca de sentido, 1946). En ese sentido, amar más allá de la muerte es continuar caminando hacia esa meta, confiando en que la comunión entre las almas no depende del cuerpo ni del tiempo. San Agustín, al escribir sus Confesiones, se refería a su madre Mónica diciendo: “Ella vive en aquel lugar de donde yo también espero vivir algún día” (Agustín, 397). Esa esperanza no era evasión del dolor, sino certeza de sentido. La fe cristiana, al proclamar la resurrección, no promete una simple continuidad de la vida, sino una transformación radical: volver a encontrarse, pero en plenitud, sin pérdida, sin lágrimas.

Cuando contemplo la muerte desde esa mirada, no la percibo como un final, sino como un umbral. Me gusta pensar que el amor que sembramos aquí florece allá, donde ya no hay despedidas. No sé cómo será ese encuentro, pero sí creo que el alma reconoce lo que amó. En esa fe se apoya mi esperanza: que un día, cuando la noche se disipe, el rostro amado volverá a ser luz. Y entonces comprenderé que el amor, en su forma más pura, nunca fue interrumpido, solo aguardaba la eternidad para completarse.

Referencias

Agustín de Hipona. (397). Confesiones. Ed. BAC.
Frankl, V. (1946). El hombre en busca de sentido. Herder.
Saint-Exupéry, A. de. (1943). El Principito. Gallimard.
Biblia de Jerusalén. (1998). Cantar de los Cantares. Desclée de Brouwer.

Encontrar a la compañera de vida: un viaje entre el destino y la elección

Desde el primer instante en que nos cuestionamos sobre el amor verdadero, surge la pregunta ineludible: ¿cómo encontrar a la compañera de vida? No es una certeza que aparece como respuesta directa, sino un proceso enigmático que combina azar, búsqueda interior y sabiduría ancestral. Como dijo Rainer Maria Rilke, «El amor consiste en dos soledades que se protegen, se tocan y se saludan» (Rilke, 1929), un sutil equilibrio entre el encuentro del otro y el reconocimiento de uno mismo.

En esta aventura, autores como Antoine de Saint-Exupéry nos recuerdan que lo esencial es invisible a los ojos y solo se ve con el corazón (Saint-Exupéry, 1943). Integrando pensamientos de San Agustín y San Juan de la Cruz, la búsqueda no solo reside en el plano externo, sino en el viaje espiritual hacia la virtud, humildad y entrega, aspectos que constituyen el fundamento sólido para un amor duradero. Carl Jung aporta una visión psicológica al sugerir que encontrar a la compañera es también descubrir partes ocultas de nuestra propia alma y crecer juntos en ese diálogo interno y mutuo. Así, la compañera de vida no se halla exclusivamente por casualidad, sino por una combinación profunda de autoconocimiento, respeto y la disposición a construir una historia compartida que se basa en valores y esperanza.

Concluyo reconociendo que la búsqueda de la compañera de vida es menos un destino fijo y más un andar consciente donde confluyen el destino, la elección y la transformación constante. Es comprender que el amor maduro se nutre del respeto por la libertad individual y la comunión del espíritu, tal como enseñan las tradiciones cristianas, que ven en la pareja un camino de santificación en comunión. Así, la compañera de vida se revela en la humildad de aprender, en la valentía de amar sin reservas y en la certeza de que el encuentro verdadero siempre implica un llamado continuo a crecer juntos.

Referencias

Jung, CG (1966). Obras completas de CG Jung (Vol. 9, Parte 1). Princeton University Press.

Rilke, RM (1929). Cartas a un joven poeta. Vintage.

Saint-Exupéry, A. de. (1943). El principito. Harcourt.

San Agustín. (1998). Confesiones (H. Chadwick, Trad.). Oxford University Press.

San Juan de la Cruz. (1991). Obras completas de San Juan de la Cruz (K. Kavanaugh y O. Rodríguez, Trad.). Publicaciones ICS.

Días oscuros: ¿cómo seguir cuando todo parece desmoronarse?

Hay jornadas en las que parece que el mundo conspira para hundirnos, donde cada paso es un tropiezo y la mente se pierde en un laberinto sin salida. En esos días malos, se abre un abismo que amenaza con tragarnos, y uno no sabe qué hacer, ni por dónde empezar. Es en esos momentos cuando resonar las palabras de filósofos y pensadores puede brindarnos un faro para orientarnos. Como decía Séneca, “No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho”. Desde esta perspectiva, el desafío no es el día adverso en sí, sino la forma en que alimentamos la respuesta interior hacia él.

El sufrimiento y la frustración no son anomalías de la existencia, sino partes esenciales de la condición humana, que poetas y místicos han sabido poner en palabras y reflexiones. San Juan de la Cruz, desde la espiritualidad cristiana, habló de la “noche oscura del alma” como etapa necesaria hacia la luz interior, un espacio para el crecimiento y la purificación personal. Nietzsche, por su parte, invitaba a abrazar el dolor como “un maestro riguroso que enseña la fortaleza”, ya transformar la adversidad en oportunidad de superación, evocando la figura del “superhombre”. Por ello, no es huir del día malo, sino reconocerlo, aceptarlo y aprender de él, siendo conscientes de que la tempestad no siempre podrá ser dominada, pero sí nuestra actitud ante ella.

Finalmente, cuando el desasosiego impregna el día y no se sabe qué hacer, la respuesta más humana quizás sea detenerse, respirar y recordarnos que la vulnerabilidad también es camino y fuerza. La filosofía socrática enseña que la mirada interior y la conversación con uno mismo permiten encontrar remansos en la tormenta. En mi experiencia, encontrar un instante de silencio, escribir una línea, buscar un respiro espiritual o simplemente dejar pasar el tiempo sin presión, hace toda la diferencia. Porque, como dijo Kierkegaard, la desesperación puede ser el principio de un nuevo amor por la vida, una señal para redirigirnos con humildad y esperanza. Así, los “días malos” dejan de ser enemigos temibles para convertirse en maestros que pulen el alma.

Referencias bibliográficas

Kierkegaard, S. (1849). La enfermedad mortal.
Nietzsche, F. (1883-1885). Así habló Zaratustra.
San Juan de la Cruz (1578). Noche oscura del alma.
Séneca, LA (ca. 65 dC). Cartas a Lucilio.

La fragilidad del carácter en las generaciones emergentes: una mirada desde la historia y la espiritualidad

¿Hasta qué punto la falta de una base sólida en valores y convicciones refleja una transformación profunda en el carácter de las nuevas generaciones? En un mundo marcado por cambios vertiginosos y una cultura de inmediatez, parece que muchas veces la coherencia y la profundidad en las principios morales se diluyen, dejando espacio para un egoísmo que se presenta como la única certeza en un contexto donde las certezas tradicionales se desdibujan. Esta reflexión surge ante la percepción de que los valores tradicionales, la fe y las convicciones trascendentales parecen perder fuerza, dando paso a un individualismo extremo que, aunque puede parecer una libertad, en realidad revela una vulnerabilidad en la estructura ética de quienes están llamados a liderar el futuro. Como escribió Nietzsche (1886/2002), la pérdida de valores puede conducir a una crisis de carácter, un vacío en el que se aletargan las raíces de un sentido profundo de vida.

A lo largo de la historia, pensadores como Søren Kierkegaard (1843/2005) han alertado sobre la importancia de una fe auténtica y una relación personal con lo divino como base de un carácter íntegro y resistente. La espiritualidad cristiana, por ejemplo, propone que la verdadera fortaleza del carácter se sustenta en la entrega y en la humildad, cualidades que parecen estar en crisis en una cultura dominada por el narcissismo y la superficialidad. La misma idea plantea Paulo (1 Corintios 13:13), al señalar que la fe, la esperanza y el amor son los valores que permanecen, enriqueciendo y fortaleciendo a quien los cultiva frente a las amenazas del egoísmo. Por tanto, la pérdida de estos cimientos espirituales en las generaciones jóvenes puede ser vista no solo como una desafección, sino como una crisis de identidad que requiere un retorno consciente a valores que trasciendan el interés personal y fortalezcan el carácter.

En mi experiencia, como alguien que ha dedicado su vida a la comprensión del ser humano y a la búsqueda de sentido, considero que la respuesta no pasa por condenar esta aparente fragilidad, sino por entenderla como una llamada a profundizar en lo esencial. El desafío consiste en recuperar una visión de valores que no sean solo individualistas, sino que estén anclados en la comunidad, en la trascendencia, en la verdadera fe. Al fin y al cabo, como dijo San Agustín, «nos has hecho para Ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti» (San Agustín, s.f.). El carácter, en su profundidad, debe fundarse en algo más grande que uno mismo; solo así podremos evitar que la incertidumbre y la superficialidad definan nuestra identidad y nuestro camino.