«Donde Dios pasa inadvertido: el arte de la santidad en el trabajo cotidiano»


¿Y si el camino a la santidad no fuera una hazaña heroica, sino una tarea bien hecha con amor?

A veces, en medio del ruido del mundo y del vértigo de las exigencias cotidianas, he creído que buscar la santidad requería abandonar la ciudad, apagar los relojes y marchar al desierto. Me imaginaba que era un privilegio reservado a unos pocos elegidos, místicos o mártires, seres excepcionales capaces de elevarse por encima del mundo ordinario. Sin embargo, cada vez más me convenzo de que la verdadera transformación no comienza en la huida, sino en el arraigo. La vida cotidiana, con sus rutinas, responsabilidades y desafíos, es el terreno donde se prueba la autenticidad del alma. En mi escritorio, entre tareas repetitivas, correos pendientes, llamadas inesperadas y reuniones apuradas, se juega una parte del destino eterno. Porque ahí, en lo que parece pequeño, irrelevante o mecánico, puedo elegir hacerlo bien: con atención, con verdad, con entrega. Epicteto decía que no está en nuestras manos cambiar las circunstancias, pero sí cómo respondemos a ellas (Epicteto, Discursos). ¿Y si responder con excelencia, aún cuando nadie nos ve, fuera ya un acto de fe? En un mundo que idolatra el resultado, los aplausos y la inmediatez, y desprecia el proceso silencioso y laborioso, elegir el trabajo bien hecho, sin necesidad de reconocimiento, es una forma silenciosa de rebeldía espiritual. Quizá es ahí donde Dios pasa inadvertido: en la constancia del que limpia con esmero, del que escucha con paciencia, del que escribe con precisión aunque nadie lo note, del que cose sin holgura, del que enseña con ternura o del que ordena sin ostentar.

Me inspira profundamente la idea que C.S. Lewis defendía con firmeza: que no existen labores «profanas» si se realizan como para Dios (Lewis, 2006). La distinción entre lo sagrado y lo secular se desvanece cuando comprendemos que todo puede ser ofrecido, que cada tarea lleva el potencial de convertirse en ofrenda. A veces me detengo a pensar en José, el carpintero de Nazaret, silencioso y firme, cuya vida está apenas esbozada en los Evangelios, pero cuyo ejemplo perdura como un eco de eternidad. Él santificó el mundo con su martillo, no con discursos ni milagros. Imaginarlo trabajando la madera, con dedicación, precisión y ternura, me interpela: ¿cuántas cosas sagradas suceden en lo que el mundo considera banal? Camus, por su parte, decía que el único deber que tenemos es el de “ser fieles” (Camus, 1996). Ser fieles también a lo que hacemos, incluso si parece insignificante o rutinario. La fidelidad a una tarea puede ser una forma concreta de fidelidad a Dios, especialmente cuando la motivación está enraizada en el amor. Santa Teresa de Lisieux lo comprendió con una claridad desarmante: “hacer las cosas pequeñas con gran amor” es quizás el modo más puro y humilde de responder al llamado de la santidad. Y pienso también en Bach, que firmaba sus partituras con un “Soli Deo Gloria”, recordando que toda belleza, toda obra bien hecha, debía volver al origen. También pienso en los artesanos medievales, que trabajaban durante décadas en los vitrales de las catedrales, sin firmar su obra, sabiendo que su trabajo no era para la vanidad, sino para la gloria del Invisible. Lo mismo ocurre, pienso, con las madres y padres que, día tras día, repiten gestos de cuidado y entrega sin esperar nada a cambio. ¿No es eso santidad también?

Hoy me descubro en la necesidad urgente de mirar mi trabajo con otros ojos. No como carga o rutina, sino como altar. Cada tarea puede ser oración si está bien hecha, si lleva el sello de lo auténtico, si nace del amor. Y entonces sí, puedo encontrar a Dios entre planillas, palabras, estructuras o herramientas. No necesito escapar del mundo para encontrarlo: basta con habitarlo con conciencia y ternura. No es necesario hacer cosas extraordinarias, sino hacer lo ordinario con un corazón extraordinario. En esa búsqueda, lo que hago deja de ser sólo mío para convertirse en una ofrenda, en algo que me trasciende. ¿No es eso, en el fondo, la santidad? No una perfección inmaculada ni un heroísmo inalcanzable, sino una intención pura que, desde lo concreto, toca lo eterno. Comprendo que la verdadera santidad es vivir con sentido, vivir con presencia, hacer lo que debo con el corazón abierto, sabiendo que en cada acto bien hecho, por humilde que sea, hay un destello de eternidad. No se trata de brillar, sino de arder; no de producir, sino de ofrecer. En lo pequeño, lo invisible, lo cotidiano, se esconde un llamado: hacer de mi vida entera una liturgia silenciosa donde Dios, aunque pase inadvertido, sea profundamente honrado.

Referencias
Camus, A. (1996). El mito de Sísifo. Alianza Editorial.
Epicteto. Discursos. En Manual de Vida (Ed. Penguin Clásicos).
Lewis, C. S. (2006). Mero cristianismo. Rialp.
Lisieux, T. (1997). Historia de un alma. Editorial Monte Carmelo.

¿Quo Vadis? Detenerse a preguntar hacia dónde voy es el acto más valiente que puedo hacer.

A veces, en medio de la prisa diaria, me sorprendo repitiendo sin pensar una antigua pregunta: Quo Vadis? ¿A dónde vas? La escuché por primera vez en la historia cristiana donde Pedro, huyendo de Roma, se encuentra con Jesús y le pregunta esa frase. Desde entonces, se me ha quedado como un eco persistente. Vivimos aceleradamente, llenando nuestros días de ocupaciones y metas, pero pocas veces nos damos la pausa para mirar el rumbo. Y me doy cuenta de que no basta con avanzar, también hay que saber hacia dónde. Como escribía Viktor Frankl (2004), el ser humano no solo vive, sino que se ve empujado a buscar sentido, y cuando no lo encuentra, cae en el vacío existencial. Esa pregunta antigua, entonces, me despierta y me invita a mirar con mayor profundidad el sentido que guía mis pasos.

He aprendido que el sentido no es algo que se encuentra afuera como quien tropieza con una piedra en el camino. Es, más bien, un trabajo interior, una construcción que nace del diálogo con mi conciencia y con lo que amo. San Agustín decía: “Ama y haz lo que quieras”, pero ese amor verdadero exige saber primero por qué y para qué vivo. No puedo fingir que lo urgente es más importante que lo esencial. Camus (1942) afirmaba que la única cuestión filosófica verdaderamente seria es el suicidio, y con ello no promovía la desesperanza, sino que nos retaba a preguntarnos si la vida tiene sentido suficiente como para seguirla viviendo. Hoy, cuando me hago esa pregunta, no lo hago desde la desesperación, sino desde una necesidad vital de orientarme. Como el navegante que, en medio del mar, necesita una estrella que lo guíe.

Y entonces me doy cuenta de que encontrar el sentido de la vida no es un lujo ni una pregunta secundaria. Es, quizás, la pregunta más urgente y más humana. ¿Quo Vadis? No es una frase lejana del pasado, es una interpelación constante en mi presente. Y respondo, aunque no tenga todas las certezas, con pequeños actos de amor, de servicio, de contemplación. Porque en el fondo, sé que no hay brújula más certera que aquella que apunta hacia lo que trasciende. El sentido de mi vida no se escribe una vez para siempre; lo voy descubriendo cada día que elijo caminar con propósito.

Referencias:
Camus, A. (1942). El mito de Sísifo. Gallimard.
Frankl, V. E. (2004). El hombre en busca de sentido. Herder.
San Agustín. (1998). Confesiones. Editorial Ciudad Nueva.

Seguir adelante aunque nadie lo crea

«La mayor prueba de valentía es ser fiel a uno mismo cuando el mundo duda.»

Hay decisiones que nos transforman, que nos obligan a cruzar un umbral del que no hay retorno. No porque no podamos mirar atrás, sino porque ya no somos los mismos. Sin embargo, el eco de la incredulidad ajena nos persigue. «No vas a cambiar», «es solo una fase», «volverás a lo de antes». ¿Qué hacer cuando el juicio externo nos condena a un pasado del que intentamos desprendernos? A veces, la mayor batalla no es contra los errores que dejamos atrás, sino contra los ojos que aún nos miran como si siguiéramos siendo los mismos.

Camus decía que el hombre es la única criatura que se niega a ser lo que es (2000), y quizás en esa negativa radica nuestra esperanza. Creer en el propio cambio es un acto de resistencia. San Agustín, tras una juventud desordenada, encontró en su conversión un nuevo sentido, aunque muchos no creyeron en su transformación (Confesiones, 1998). Su historia resuena en la de tantos que han dado un giro a su vida, enfrentándose a la duda de quienes solo recuerdan su sombra. Pero la vida no se vive en la mirada ajena. El pintor Vincent van Gogh, incomprendido en su tiempo, siguió pintando aun cuando nadie creyó en su genio. Lo mismo ocurre con cada uno de nosotros: persistir en lo que hemos decidido, aunque nadie más lo vea, es una forma de autenticidad.

Seguir adelante en medio de la duda ajena es aprender a escuchar la voz interior por encima del murmullo del escepticismo. No es el reconocimiento externo lo que valida nuestro cambio, sino la constancia con la que lo sostenemos. Al final, el verdadero juicio no vendrá de los otros, sino del tiempo: serán nuestras acciones, y no sus palabras, las que demostrarán quiénes somos.

Referencias
Camus, A. (2000). El mito de Sísifo. Alianza Editorial.
San Agustín. (1998). Confesiones. Ediciones Cristiandad.

El Arte de Alejarse: Sabiduría en la Distancia

«En el silencio de la distancia, encontré el eco de mi propia paz interior.»

En el laberinto de las relaciones humanas, descubrir la necesidad de alejarse puede ser tan crucial como aprender a acercarse. Nos encontramos frecuentemente entre la lealtad emocional y la protección de nuestro bienestar. Este dilema se torna especialmente complejo cuando las personas cercanas, en lugar de nutrir nuestro crecimiento, nos sumergen en un mar de dudas y dolor. Es en este contexto que surge la sabiduría ancestral, que nos enseña no solo a amar, sino también a proteger nuestra integridad emocional.

La filosofía estoica nos recuerda que el auténtico amor propio implica discernimiento en nuestras relaciones. Séneca, en sus escritos sobre la tranquilidad del alma, enfatiza la importancia de la distancia como una herramienta para preservar nuestra serenidad interior. Del mismo modo, la poesía de Rumi nos invita a alejarnos de aquellos cuyas palabras y acciones envenenan nuestro corazón, recordándonos que la verdadera conexión florece en un ambiente de respeto mutuo y apoyo genuino.

En un sentido más contemporáneo, la psicología nos enseña sobre los límites saludables y la autodefensa emocional. Según Brené Brown, la vulnerabilidad requiere límites claros para proteger lo que más valoramos: nuestra dignidad y nuestra capacidad de amar incondicionalmente. Este equilibrio entre cercanía y distancia no solo fortalece nuestras relaciones saludables, sino que también nos libera del peso de las relaciones tóxicas que pueden socavar nuestro crecimiento personal y emocional.

Al reflexionar sobre mi propio viaje, he aprendido que poner distancia afectiva y efectiva no es un acto de egoísmo, sino de autoconservación. Es un acto de amor hacia mí mismo, un reconocimiento de que merezco relaciones que me inspiren a crecer y a ser mejor persona. Al aprender a decir adiós a lo que me daña, he descubierto un nuevo espacio para la autenticidad y la paz interior. En última instancia, la sabiduría de poner distancia no solo protege mi corazón, sino que también me permite ofrecer lo mejor de mí mismo a aquellos que genuinamente valoran mi presencia.

Referencias:

Brown, B. (2012). Daring Greatly: How the Courage to Be Vulnerable Transforms the Way We Live, Love, Parent, and Lead. Gotham Books.

Rumi, J. (2004). The Essential Rumi. Trans. Coleman Barks. HarperOne.

Séneca. (2016). On the Shortness of Life: Life Is Long if You Know How to Use It. Penguin Classics.

La Amistad: Un Jardín que se Cultiva

«La única manera de tener un amigo es serlo.» — Ralph Waldo Emerson

Pienso en la amistad y me doy cuenta de que muchas veces esperamos que los demás den el primer paso, que nos busquen, que nos sostengan en la adversidad. Pero, ¿cuántas veces nos preguntamos si estamos haciendo lo mismo por ellos?

Confucio decía que «cuando el camino es claro, la amistad florece» (Analectas, siglo V a.C.). La proactividad en la amistad no es solo tomar la iniciativa, sino comprender que esta relación, como cualquier jardín, necesita ser cuidada con esmero. No basta con querer tener amigos; hay que construir la amistad con actos concretos. En su obra Ética a Nicómaco, Aristóteles señala que la amistad verdadera no se basa en la utilidad o el placer, sino en el bien (Aristóteles, 2011). Pero el bien no ocurre espontáneamente: hay que fomentarlo, regarlo, protegerlo del olvido.

El cristianismo también nos recuerda la importancia de dar el primer paso. Jesús dijo: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Marcos 12:31). No es un amor pasivo, sino una decisión constante de estar presente. Incluso C.S. Lewis, en Los Cuatro Amores, destaca que la amistad, a diferencia del amor romántico, no exige atención constante, pero sí un compromiso firme (Lewis, 1960).

Hoy me pregunto: ¿soy proactivo en la amistad? La respuesta me confronta. No se trata solo de estar cuando me necesitan, sino de adelantarse, de construir puentes antes de que las distancias se agranden. Como decía San Agustín, «la amistad comienza cuando alguien dice: ‘¡Tú también!’» (Confesiones, siglo IV). Pero para llegar a ese punto, es necesario dar el primer paso. Hoy decido darlo.

Referencias

  • Aristóteles. (2011). Ética a Nicómaco. Gredos.
  • Lewis, C.S. (1960). Los Cuatro Amores. HarperOne.
  • La Biblia. (Marcos 12:31).
  • Confucio. (Siglo V a.C.). Analectas.

El reflejo de nuestra indiferencia

«La generosidad no consiste en dar lo que sobra, sino en compartir lo que duele.»

Desde hace tiempo me pregunto por qué nos cuesta tanto ser generosos cuando vemos necesidad en los demás. No me refiero a las grandes donaciones o los gestos heroicos, sino a la generosidad cotidiana, la que se expresa en el tiempo, la escucha y el sacrificio personal. Veo una sociedad que aplaude la solidaridad en los discursos, pero en la práctica evade el compromiso. ¿Acaso hemos hecho de la indiferencia una forma de vida?

El poeta japonés Kenji Miyazawa decía que “ser verdaderamente fuerte significa ser amable y generoso” (Miyazawa, 1991). Sin embargo, en nuestra época parece que fortaleza es sinónimo de individualismo. Nos movemos con prisa, atrapados en nuestras preocupaciones, y en el camino, olvidamos que el otro también necesita. El filósofo español José Ortega y Gasset (1930) advertía que el hombre moderno se ha refugiado en su yo, perdiendo la capacidad de mirar más allá. Y es verdad: nos escudamos en la comodidad, en la excusa de la falta de tiempo o en la creencia de que otro se encargará.

La generosidad auténtica requiere incomodidad. San Agustín (2005) nos recordaba que amar es salir de uno mismo. Y no hay amor sin renuncia. En la historia, personajes como la madre Teresa de Calcuta vivieron esta verdad: su generosidad no fue dar lo que sobraba, sino lo que dolía dar. No fue casualidad que dijera: “No todos podemos hacer grandes cosas, pero sí cosas pequeñas con gran amor” (Teresa de Calcuta, 1985).

Entonces, ¿por qué nos cuesta tanto? Quizá porque dar implica reconocernos vulnerables. El acto de compartir nos enfrenta con nuestra propia necesidad y fragilidad. Pero si queremos construir un mundo menos frío, necesitamos abandonar la indiferencia. Como decía el poeta latinoamericano Pablo Neruda (1973): “Si nada nos salva de la muerte, que al menos el amor nos salve de la vida.” Y la generosidad no es otra cosa que amor en acción.

Referencias

  • Agustín de Hipona. (2005). Confesiones. Biblioteca de Autores Cristianos.
  • Miyazawa, K. (1991). Night on the Galactic Railroad and Other Stories. Kodansha International.
  • Neruda, P. (1973). Confieso que he vivido. Seix Barral.
  • Ortega y Gasset, J. (1930). La rebelión de las masas. Revista de Occidente.
  • Teresa de Calcuta. (1985). Un camino sencillo. HarperCollins.

El arte de soñar: entre la esperanza y la realidad

«El hombre es grande en la medida en que sueña», decía Antoine de Saint-Exupéry. Pero, ¿qué pasa cuando la vida nos golpea y los sueños parecen una quimera inalcanzable?

Desde niño, me fascinaba imaginar futuros alternativos, mundos en los que cada deseo tenía su cauce natural. Crecer, sin embargo, me enseñó que soñar no es solo fantasear, sino un acto de valentía. En un mundo donde el pragmatismo y el escepticismo dominan, soñar se vuelve un desafío. ¿Es posible mantener viva la llama sin caer en la ilusión?

Ralph Waldo Emerson afirmaba que «los hombres son lo que sus pensamientos hacen de ellos», lo que me hace pensar que soñar no es una evasión, sino una forma de dar forma a la existencia. Victor Frankl, en su experiencia en los campos de concentración, descubrió que aquellos que tenían un propósito, un sueño por el cual luchar, tenían más probabilidades de sobrevivir (Frankl, 1946). Así, los sueños no son solo deseos caprichosos; son brújulas que orientan el alma en medio del caos.

Pero los sueños no bastan. Como decía San Agustín, «reza como si todo dependiera de Dios y trabaja como si todo dependiera de ti». La acción convierte el anhelo en destino. Walt Disney, quien soñó con mundos mágicos, no se quedó en la fantasía: construyó, fracasó y persistió. Los sueños requieren sacrificio, disciplina y, sobre todo, fe.

Entonces, ¿vale la pena soñar? Sí, porque soñar es creer que hay algo más allá del presente. Pero más aún, porque soñar nos empuja a ser mejores, a levantarnos después de cada caída, a seguir buscando aunque la realidad nos desafíe. Y en ese equilibrio entre la ilusión y la acción, encontramos el verdadero arte de vivir.

Referencias

Frankl, V. E. (1946). El hombre en busca de sentido. Herder.
Emerson, R. W. (1841). Self-Reliance. James Munroe and Company.

Amar las sombras: el verdadero desafío del amor

«No amamos a una persona por sus luces, sino por la ternura con la que abrazamos sus sombras.»

Cuando pensamos en el amor, solemos imaginar la belleza de la luz, la calidez de la compañía y la dicha de compartir. Sin embargo, con el tiempo descubrimos que amar no es solo disfrutar de lo hermoso del otro, sino aprender a convivir con lo que duele, con las sombras que inevitablemente nos acompañan. ¿Cómo amar no solo lo que brilla, sino también aquello que preferiríamos no ver?

El filósofo japonés Jun’ichirō Tanizaki (1933) en El elogio de la sombra nos enseña que la belleza no reside solo en la luz, sino en el equilibrio entre luces y sombras. De la misma manera, en una relación amorosa, lo imperfecto y lo oscuro no son obstáculos para el amor, sino su verdadera prueba. Dostoyevski, en Los hermanos Karamázov (1880), nos recuerda que el amor real es aquel que no idealiza, sino que se enfrenta a la verdad del otro, incluso cuando esta no es agradable.

C.S. Lewis (1960), en Los Cuatro Amores, señala que el amor maduro no se basa en la emoción efímera, sino en la decisión de permanecer incluso cuando el otro se muestra en su fragilidad. San Agustín nos advertía en Las Confesiones (397 d.C.) que el amor auténtico no busca poseer, sino comprender, y que en esa comprensión se juega nuestra propia transformación.

La historia también nos da ejemplos. Frida Kahlo y Diego Rivera vivieron un amor marcado por el dolor y la imperfección, pero en esa lucha encontraron una forma única de quererse. José Martí, en su poesía, nos enseñó que amar es aceptar, porque “amar no es contemplar el cielo, sino aprender a navegar la tormenta”.

Entonces, ¿cómo amar las sombras de nuestra pareja? Entiendo ahora que no se trata de ignorarlas ni de resignarse, sino de mirarlas con compasión. La sombra del otro es también un reflejo de nuestras propias sombras. Amar, en su esencia más pura, es permanecer con los ojos abiertos, sabiendo que la oscuridad no es el fin del amor, sino su más profunda manifestación.

Referencias

  • Dostoyevski, F. (1880). Los hermanos Karamázov. Rusia: The Russian Messenger.
  • Lewis, C.S. (1960). Los Cuatro Amores. Londres: Geoffrey Bles.
  • Martí, J. (1882). Versos sencillos. La Habana: Imprenta La América.
  • San Agustín. (397 d.C.). Las Confesiones. Hipona.
  • Tanizaki, J. (1933). El elogio de la sombra. Japón: Sogensha.

La soledad en el dolor: cuando la comprensión escasea

«No es la falta de amor, sino la falta de comprensión, lo que hace infeliz a las relaciones humanas» (Tolstoi).

Hay momentos en la vida en los que el dolor nos sobrepasa. No siempre es una tragedia monumental; a veces, basta con una acumulación de pequeños golpes para sentirnos ahogados. Sin embargo, lo que a menudo nos hiere más no es la adversidad en sí, sino la incapacidad de quienes nos rodean para comprendernos. En esas instancias, nos enfrentamos a una soledad más profunda que la física: la soledad de no ser entendidos.

Desde la antigüedad, los grandes pensadores han reflexionado sobre esta falta de comprensión. Marco Aurelio (2002) escribió en sus Meditaciones que «cada uno vive en su propio universo de percepciones», lo que explica por qué el dolor ajeno se vuelve incomprensible para quienes no lo han experimentado. La humanidad, en su tendencia natural al egocentrismo, juzga con ligereza, minimizando lo que no siente en carne propia. San Agustín (2009), por su parte, reflexionaba en Las Confesiones sobre cómo el amor genuino solo puede existir si hay una verdadera apertura del corazón para recibir al otro en su totalidad, con sus alegrías y miserias.

Pero la historia también nos ha mostrado cómo la falta de comprensión ha llevado a la soledad a mentes brillantes. Vincent van Gogh, incomprendido y relegado por quienes le rodeaban, plasmó su angustia en cada pincelada. Emily Dickinson, recluida en su propia casa, transformó su aislamiento en poesía. Incluso Abraham Lincoln, en sus cartas, habló del «peso invisible» que cargaba, agravado por la incapacidad de otros para verlo. La literatura y la historia están llenas de ejemplos de cómo la incomprensión hiere tanto como el sufrimiento original.

A lo largo de mi vida, he sentido esa falta de comprensión en los momentos en que más la necesitaba. He visto cómo el dolor se convierte en un idioma extranjero para quienes no lo han hablado. Sin embargo, también he aprendido que la solución no está en esperar comprensión de todos, sino en encontrar a quienes pueden y quieren brindarla. Quizá la clave, como sugiere Simone Weil (2006), esté en la atención pura: una escucha sincera y desinteresada. Si nosotros mismos aprendemos a practicarla, quizá podamos ofrecer a otros lo que tanto hemos necesitado.

Referencias
Marco Aurelio. (2002). Meditaciones. Alianza Editorial.
San Agustín. (2009). Las Confesiones. Ediciones Cátedra.
Weil, S. (2006). La gravedad y la gracia. Trotta.

El poder de la indiferencia: cómo liberarse del juicio ajeno

“Nadie puede hacerte daño sin tu consentimiento.” — Eleanor Roosevelt

Desde tiempos inmemoriales, el ser humano ha vivido bajo la sombra del juicio de los demás. Miradas inquisitivas, palabras punzantes, gestos ambiguos; todo parece tener el poder de herirnos. Sin embargo, ¿es realmente el otro quien nos daña o somos nosotros mismos quienes le damos ese poder? Esta pregunta ha sido explorada por filósofos, escritores y líderes espirituales a lo largo de la historia, y en esta reflexión, quiero abordar cómo podemos liberarnos del peso de la opinión ajena a través de la sabiduría estoica, la literatura y la espiritualidad.

La fortaleza de la mente frente al juicio externo

Marco Aurelio, en sus Meditaciones, nos recuerda que “si te afecta algo externo, no es eso lo que te perturba, sino el juicio que haces sobre ello” (Marco Aurelio, 2006). Esto significa que el insulto, la crítica o el desprecio de otro no tienen poder sobre nosotros a menos que decidamos otorgárselo. Epicteto, otro gran estoico, reforzaba esta idea diciendo que “no nos perturban las cosas en sí, sino la opinión que tenemos de ellas” (Epicteto, 2014). Si internalizamos este principio, comprenderemos que no son las palabras del otro lo que nos daña, sino nuestra interpretación de ellas.

La literatura inglesa también nos ofrece valiosas enseñanzas al respecto. William Shakespeare, en Mucho ruido y pocas nueces, hace que el personaje de Benedick afirme: “El hombre que no tiene música en su alma y no se conmueve con la armonía de los sonidos es apto para traiciones, estratagemas y robos” (Shakespeare, 2003). Este pasaje sugiere que aquellos que critican o atacan suelen hacerlo desde su propia carencia interior, no por algo que realmente tenga que ver con nosotros.

En la historia militar, encontramos ejemplos de líderes que comprendieron la importancia de la indiferencia ante las críticas. Napoleón Bonaparte, pese a ser constantemente juzgado, decía: “Nunca interrumpas a tu enemigo cuando está cometiendo un error” (Bonaparte, 2010). Su enfoque estratégico también puede aplicarse a nuestra vida emocional: no debemos reaccionar impulsivamente ante las provocaciones de los demás, sino observarlas con desapego.

Desde la perspectiva cristiana, Jesús nos enseñó con su ejemplo a no responder al odio con odio. En el Evangelio de Mateo (5:39), nos insta a “poner la otra mejilla”, no como un signo de debilidad, sino como una prueba de fortaleza interior. No permitir que el desprecio del otro nos quite la paz es, en esencia, un acto de poder. San Francisco de Asís también lo comprendió al decir: “Lo que eres ante Dios, eso eres y nada más” (Francisco de Asís, 2005), recordándonos que la única opinión que realmente importa es la nuestra y la de Dios.

La verdadera libertad

Al final, la clave para no afectarse por las palabras o gestos de otros reside en el dominio de la propia mente. Como decía Viktor Frankl, sobreviviente del Holocausto: “Cuando ya no podemos cambiar una situación, tenemos el desafío de cambiarnos a nosotros mismos” (Frankl, 2015). No podemos evitar que otros opinen, critiquen o juzguen, pero sí podemos elegir qué hacer con esas opiniones.

Hoy, cada vez que alguien intenta herirme con palabras o gestos, me pregunto: ¿Le daré poder sobre mí? Y la respuesta es clara: no. Porque la verdadera fortaleza no está en controlar a los demás, sino en controlar nuestra reacción ante ellos.

Referencias

• Bonaparte, N. (2010). Memorias de Napoleón. Editorial Planeta.

• Epicteto. (2014). El arte de vivir. Ediciones Paidós.

• Francisco de Asís. (2005). Escritos y biografía. Editorial Paulinas.

• Frankl, V. (2015). El hombre en busca de sentido. Herder Editorial.

• Marco Aurelio. (2006). Meditaciones. Alianza Editorial.

• Shakespeare, W. (2003). Mucho ruido y pocas nueces. Penguin Clásicos.